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lunes, 16 de febrero de 2015

LA MARCHA DEL 18F

La denominada marcha del 18F ha generado una fuerte polarización entre quienes están a favor de la misma y quienes se encuentran rotundamente en contra. De un lado, los partidarios del gobierno; del otro, la autodenominada oposición. Si se juzga la situación en base a los argumentos de uno o de otro, Argentina se encuentra en una situación de crisis fenomenal, ya sea porque el gobierno de Cristina Fernández es sometido a una ofensiva que busca su destitución (argumento del kirchnerismo), ya sea porque el gobierno instauró una política de destrucción sistemática de las instituciones (argumento de la autodenominada oposición). Sin embargo, la intensidad del cacareo de unos y otros resulta cuanto menos sospechosa, sobre todo si se tienen en cuenta algunos hechos: a) el jefe del Ejército es el general Milani, jefe de la Inteligencia Militar y un represor durante la dictadura, defendido a capa y espada por el kirchnerismo; b) Stiuso, el virtual jefe del principal servicio de Inteligencia (la SIDE, luego SI), sirvió a todos los presidentes argentinos desde la restauración del régimen democrático en 1983; c) Macri, uno de los referentes de la “oposición”, organizó una red de espionaje a opositores desde el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Sin ir más lejos, el detonante de la crisis, el fiscal Nisman, muerto en circunstancias dudosas en su domicilio, el día anterior a exponer en el Parlamento su acusación contra la presidenta Cristina Fernández, trabajó durante años para el kirchnerismo, y sólo después del acuerdo entre Argentina e Irán se volcó a las filas de los críticos del gobierno.

Las declaraciones de kirchneristas y opositores no resisten la prueba del archivo. Por eso es necesario adoptar otro punto de vista para analizar los hechos en cuestión, rechazando las argumentaciones de unos y otros, que mezclan la Biblia con el calefón.

En este asunto es mejor ser esquemático. La crisis Nisman es una querella entre burgueses. Quienes convocan a la marcha representan a la burguesía argentina tanto como el gobierno de Cristina Fernández, y esto más allá de las intenciones de algunos de los que asistan a la convocatoria.

En un país donde Julio López permanece desaparecido, donde los asesinos de Luciano Arruga siguen libres, donde la policía practica el “gatillo fácil” contra los jóvenes trabajadores como Franco Casco, donde los jóvenes que asisten a un recital corren el riesgo de ser asesinados por la policía como Ismael Sosa, donde los trabajadores que reclaman por sus derechos pueden ser desaparecidos como Daniel Solano, donde la tortura es moneda corriente en cárceles y comisarías, resulta un acto de tremenda hijoputez que los fiscales convoquen a una marcha por la justicia. Como sucede en todo país capitalista, la justicia argentina es una justicia de clase: en palabras de un viejo profesor de Derecho, el Código Civil es para los ricos, el Código Penal se aplica a los pobres.

El mero hecho de que los asesinatos de Luciano Arruga, Franco Casco o Ismael Sosa, por mencionar tres casos emblemáticos, no hayan suscitado una crisis institucional (los tres fueron asesinados por las fuerzas policiales) da cuenta de los límites de las intenciones del kirchnerismo y la “oposición”. El asesinato de jóvenes y trabajadores no interesa a los dueños de la Argentina. Nada más gráfico para explicar porqué el caso Nisman es una disputa entre sectores de la burguesía. Pero además, que ninguno de los casos mencionados haya sido el centro de la agenda política, muestra que la clase obrera permanece indiferente ante los acontecimientos.

Los políticos kirchneristas y los “opositores” defienden por igual una estructura de país basada explotación laboral, la precarización y la ausencia de democracia en los sindicatos. Para ellos no se trata de terminar con el “gatillo fácil”, ni con la tortura, ni con la persecución a los militantes de izquierda. Todo lo contrario. Quieren controlar los organismos de inteligencia en particular y del aparato represivo en general para utilizarlo en su propio provecho (como hizo en todos estos años el kirchnerismo), mientras siguen cumpliendo sus funciones represivas contra los trabajadores y la militancia de izquierda.

En esta crisis no se ventila ninguna cuestión que permita mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y demás sectores populares. Dicho de otro modo, ni Puerto Madero ni Nordelta se encuentran en peligro.

Las consideraciones anteriores marcan los límites, estrechos, de la crisis política desatada por la muerte de Nisman. No es una crisis revolucionaria (nada en el horizonte amenaza la dominación de la burguesía), ni tampoco una crisis del régimen democrático (en las encuestas, la inmensa mayoría de los ciudadanos manifiesta su intención de seguir votando a los partidos burgueses). Es una crisis que gira en torno al control de los servicios de Inteligencia, del aparato judicial y, lo más importante, respecto a quien conducirá la administración de la crisis económica. 

Por todas estas razones, rechazo participar en la convocatoria del 18F. En este momento corresponde decir, una vez más, que sólo la acción autónoma de la clase obrera puede imponer una nueva política, dirigida a la supresión de todos los organismos represivos del Estado. Para ello es necesaria la conquista del poder político por los trabajadores la cual, aunque parezca anacrónica o utópica en estos días, es la única opción realista, pues implica arrancar de raíz el problema. Comenzar por reconocer el carácter de clase del Estado, su rol de defensor de los intereses de la burguesía, es un buen comienzo. La experiencia argentina desde 1983 muestra que cualquier otra solución es un parche, que no da respuesta a quienes efectivamente padecen a diario la acción de la policía y demás organismos de seguridad.



Villa del Parque, lunes 16 de febrero de 2015

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